top of page

Simplemente, nosotros


Los seres humanos no podemos vivir sin esas palabras

La historia comienza aquí. Abro la puerta y la luz de la estrella Marion abraza mi cuerpo. Visto una única prenda y me siento realmente cómodo en ella. Holgado. Ligero. Doy un paso, otro, otro, camino en dirección porque tengo que direccionarme. Siempre. No hay duda. ¿Por qué no dudo? No existe esa palabra. Continúo caminando hasta llegar a la intersección más concurrida del barrio. De aquí salen los trenes que llevan a los productores hasta sus puestos de trabajo. Son diez andenes, como diez grandes centros de producción tiene la ciudad. Espero en mi andén con otros cientos de personas a que llegue el próximo convoy.

Toda la plataforma rezuma pulcritud, exactitud; no hay suciedad en ninguna de las esquinas y los reguladores desarrollan su función con total precisión. Es admirable verles trabajar, aunque algo aburrido. En cuarenta y cinco segundos, los quince reguladores de la plataforma han verificado los billetes de los cientos de productores que se disponen a tomar el tren. Estos lo toman y en otros cuarenta y cinco segundos vuelven a verificar los billetes de los cientos de productores que ocuparán el siguiente vehículo.

Miro a mi derecha y mis ojos se encuentran con los de una mujer. Es agraciada, hermosa. En cierto sentido, destila una energía cándida, pero en el paralelo, transpira una verdad que atenta contra mis principios. ¿Cómo son sus labios? No puedo dejar de mirar su boca, aunque no encuentro el sentido; no encuentro la palabra.

Ven, me dice. Ven conmigo. ¿Qué?, le respondo. Ve con ella. Ven conmigo. No, replico. Voy a trabajar. Te estás muriendo, termina diciendo. Ven conmigo y dejarás de hacerlo.

Sin saber cómo, sin saber porqué, sin saber, voy. Siento, pero no expreso. No puedo, no sé. Nunca he aprendido. Habla. No encuentro el modo, las palabras. Miedo, incertidumbre, amor, pasión, libertad. Yo no… Pero ya estoy a su lado, caminando, persiguiendo su olor. No es un perfume, es su esencia, es bueno, embriagador. Gracias a ella salimos de la estación, si me preguntan no sabría decir cómo hemos burlado la línea de reguladores, ni tampoco explicar cómo esquivamos el control que realizan una veintena de controladores en las distintas entradas del edificio. A decir verdad, me da igual.

Ahora caminamos lo larga que es la calle, giramos y volvemos a girar, continuamos caminando hasta que ella abre una de las puertas de uno de los edificios de una de las manzanas del árbol. Entramos dentro. Obscuridad total. Me agarra la mano. ¿Son delicadas? Y una sensación de… deseo… recorre mi cuerpo. No soy capaz de ponerle nombre. Deseo.

Te estás muriendo, repite ella. ¿Por qué dices eso?, pregunto. ¿Qué sientes?, a ti. No sé qué quieres decir, consigo responder.

Quiero enseñarte algo, e inmediatamente continuamos nuestro paso en el negro más absoluto. Nada veo, pero como por arte de magia…, ¿has dicho por arte de magia? Es ella, no sé porqué lo he dicho. Únicamente se escuchan nuestras pisadas, me gusta cómo se mezclan sus pasos con los míos. Te gusta ella.

Ya hemos llegado, susurra tan cerca como puede de mi oído. Y abre una puerta y la luz, supongo que de la estrella Marion, nos ciega durante los primeros segundos.

Una vez que logro acostumbrarme al nuevo espacio, miro, y miro, y sigo mirando. Es…, empiezo diciendo, hermoso, continúa ella. Sí. Imagino que debemos de estar en un ático de un edificio de una de las manzanas del árbol. Quiero enseñarte algo, y seguidamente destapa una de las losetas del suelo. Azul, es un libro de poesía, apunta sonriendo con…, el alma. Rubén Darío. Es uno de los mejores poetas de todos los tiempos, continúa. Escribía con palabras que ahora ya no existen, que ahora ya no se escriben. “Y luego, una torre de marfil, una flor mística, una estrella a quién enamorar…” A medida que recitaba, él, simplemente, se enamoraba. “Pasó, la vi como quién viera un alba, huyente, rápida, implacable.” Escribía con el corazón y nacían palabras para dar forma a los sentimientos, empezó diciendo. Por esta razón te estás muriendo, la raza humana se está muriendo. En los libros ya no hay palabras de vida, solo tecnicismos de tránsito; no aprendemos cómo expresar aquello que amamos, no tenemos palabras, y al no expresarlo, muere. Los seres humanos no podemos vivir sin esas palabras.

Me quito las gafas y con la otra mano masajeo las zonas dónde se apoyaban las plaquetas. Me las vuelvo a poner y seguidamente coloco el marcapáginas entre las dos hojas del libro de ciencia ficción que acabo de desenpolvar. Dejo el libro sobre mis rodillas y, simplemente, miro.

El lenguaje. Los libros. Simplemente, nosotros.

bottom of page