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Encuentros


La materia virgen que pinta el miedo al olvido tizna de oscura palidez tu rostro. También el mío. Son muchos nuestros encuentros, fugaces instantes que ninguno de los dos espera, estelas de posibles que nunca fueron. Mientras tanto, un silencio delator en medio de la noche más triste acompaña todos estos momentos y nos recuerda lo solo que estás.

Intenté seguirte a mi vuelta. Toda la fuerza que traje conmigo tendría un sentido de ser en ti. Eso quería. Eso creía. Descolgué el teléfono y lo intenté. Muchas fueron las llamadas sin respuesta y muchos los textos perdidos en un buzón de entrada. No supe entonces, como tampoco sé ahora, qué pensar, qué hacer, pero lo hice, allí fui. Y te encontré. Perdido. Débil. Encontré dolor. Encontré un cuerpo triste, opaco, ajeno a todo recuerdo. Hablamos de ti, no hubo historias que compartir con el otro, guiño alguno; en su lugar, serias palabras golpeaban nuestras tardes de recreo. Nos despedimos y desde entonces me imagino qué será de ti.

El tiempo ha convertido las semanas en meses y los meses en algo inalcanzable que nos arrastra hacia la pérdida advirtiéndonos de ello en cada sueño. Yo sigo viéndote allá a donde vaya, a veces de lejos, otras tan expuesto que todavía no olvido tu mirada de desprecio y rencor; alguna vez ha sido la última y las lágrimas despertaban mis mejillas para más tarde volver a dormirlas. La actividad de los días también te invoca, aunque entonces no físicamente sino a través de la costumbre. Un chispazo lleno de pena que se termina diluyendo entre los finos dedos de la impotencia.

Hablar de ti es extraño ahora, todo suena a pasado y huele a derrota. Poca luz se desprende de los suspiros que provocas y el síndrome parece ser contagioso, cada día el cielo compartido se torna más oscuro. Y me pregunto: ¿Hice todo lo posible?, ¿lo estoy haciendo ahora? No lo sé, no lo creo. De nuevo volvemos a encontrarnos, yo me acerco, pero tú me apartas. Esa mirada…

Hace ya tiempo que entendí algo: serás tú quien dé el paso. Lo acepto y respeto, pero no me voy. En tu casa me quedo, en el hogar al que siempre volverás, en tu familia, con ellas, en sus comidas y risas, en su alegría y tristeza. Me quedo porque sé que en algún rincón de tu apocado corazón vive el asiduo recuerdo casero de un niño feliz. Y es que tal reminiscencia no hace sino viajar a través del espacio hasta llegar a este punto. Aunque huyas de tu verdad, la energía que naturalmente emana de ti busca su lugar en el mundo; nos encuentra haciéndonos sonreír. Puedo verlo en sus ojos y te aseguro que es muy bonito. Esas miradas cómplices que recogen todo el cariño que tanto necesitan. Tú estás ahí y, a pesar de lo efímero del momento, sus caras vuelven a iluminarse, llenándose cuanto pueden de tu amor.

Y es que la naturaleza humana es realmente peculiar, curiosa si se quiere. Cómo el sentimiento de amor más profundo puede transformarse en la sensación más amarga jamás pensada. Oírte hablar de traición y al mismo tiempo ver en tus ojos tanta compasión. Saber que mañana volveréis a acercaros para romper el mundo en mil pedazos y recordaros entre lágrimas por qué sois el porqué del otro. Porque no hay verdad más sincera que ésta; el amor de toda una vida.

No sé cuándo volveremos a vernos, quiénes seremos para entonces ni cómo miraremos; es todo tan incierto que poca conjetura se figura. El viaje en el que te has embarcado no viene acompañado de un billete de vuelta con un día estampado, más bien es de esos en los que sólo el más sincero descubrimiento te permite volver. El viaje del héroe, el guerrero que se enfrenta a sus más tiernos miedos para convertirse en aquello que ya es. Estando el camino lleno de sufrimiento, es en el cruce donde uno decide quién quiere ser, qué quiere representar y cuánto bien quiere hacer. Así que llena el mundo de esperanza y ofrece tanta bondad como tu grandeza te permita. Ríndete al dolor y solo entonces ofrecerás amor. En el hogar estaremos, amigo.

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