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8-9-2015


Para ser actor hay que ser un niño”. Con esta frase explicaba Paul Newman lo que para él significaba ser actor. La inocencia de la niñez, su calidez, la necesidad de cariño y la inexistencia de corazas hacen de esta afirmación un punto de inflexión en lo que a esta profesión se refiere.

Desde que nacemos, los seres humanos coexistimos en sociedad, rodeados de otras personas que actúan y se comportan según unos parámetros preestablecidos. Dichos parámetros responden a una cultura, una religión y una tradición concretas, vienen marcados desde largo tiempo atrás y, queramos o no, representan en gran medida lo que somos como individuos. La sociedad determina inexorablemente la condición humana y es por ello que para entender nuestro desarrollo personal hemos de comprender el entorno que nos contextualiza.

La construcción de las primeras sociedades ya apuntaba en esta dirección. Desarrollar unas bases de comportamiento y marcar unos límites a las mismas en pos de preservar el orden social y garantizar un futuro necesario. Estos cimientos hablan del bien y del mal, de la tristeza y de la felicidad, de la moral, la ética y la justicia. Hablan de la vida y de lo plausible dentro de la misma. En definitiva, hablan de la construcción de seres humanos semejantes entre sí y limitados por un marco de acción dispuesto para eliminar posibles anomalías en el comportamiento social. Toda esta disposición nos conduce irremediablemente a la masificación. Hemos de vivir según viven aquellos que nos rodean, hemos de comportarnos, pensar y sentir según la norma.

Sobra decir que cada sociedad presenta unos cimientos propios y construidos según una historia concreta. En Occidente, y aún contando con diferencias importantes, compartimos unas bases muy similares. Entre otras y pudiendo darse en mayor o menor medida se encuentra la necesidad de velar. Ocultar aquello que por naturaleza somos y que, como instinto animal, quiere tener salida propia. Ocultamos sentimientos, expresiones, impresiones, pensamientos, miedos, dolor, tristeza, felicidad con el objetivo de amoldarnos y no desentonar en un entorno ya erigido. No respetamos, más que en una pequeñísima escala de lo que sería la realidad natural, nuestro yo real, nuestra naturaleza humana.

Es en este punto donde el enunciado de Paul Newman cobra especial relevancia. ¿Quiénes, ajenos a toda edificación o norma, viven según son?, ¿lloran cuando sienten miedo?, ¿ríen cuando algo les sorprende?, ¿cantan, bailan, corren, imaginan, gritan, dicen, hacen, sienten sin pretexto ni condición y pensando únicamente en el ahora? Los niños. Ellos son libertad, son el reflejo de todo lo que podríamos ser pero no somos, son vida.

Para entender el arte de la interpretación, necesariamente hemos de entender, o al menos intentarlo, al ser humano y su naturaleza primaria. Hemos de encontrar nuestra esencia, aquello sobre lo que hemos echado capas y capas de cemento a lo largo de los años, para poco a poco, con tiento y mimo, familiarizarnos con ella y poder darle salida sin marcos que la condicionen.

La buena noticia es que nuestra naturaleza, a pesar del tiempo que haya estado hibernando, siempre estará ahí. Únicamente hemos de ponernos a ello. La otra buena noticia es que reencontrarnos con nuestro yo real, con nuestros sentimientos, emociones, miedos, tristeza y felicidad, es vivir. Vivir entendiéndonos y respetándonos y eso, gracias amiga mía, es la base de toda existencia humana.

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